Y entonces esperaba, esperaba a que pasase, a que dejase de gemir, mientras apretaba los párpados y temblaba un poco, con las manos allí clavadas en su carne, trepando muslo arriba hasta dar con el borde de la falda. Para tocarse al final, abrumada, tan triste y sola, hasta correrse sin gemir, casi sin moverse sobre la silla. Haciendo amago de llorar pero sin llegar a lograrlo, porque ella lloraba distinto, entre las piernas, ante la rabia de no saber por qué le ocurría aquello, por qué estaba ella allí sentada con tanto miedo dentro. Tan sola, tan irremediablemente sola.
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